Alejandro Cussi
¿Cómo se mide la legitimidad de una institución policial? ¿Por su eficacia, su prestigio, su predictibilidad? ¿O por la percepción social de justicia que transmite en su actuar cotidiano? El paradigma clásico de la institucionalización —como promesa de estabilidad, reglas claras y reducción de la incertidumbre— parece insuficiente frente al contexto actual, donde la incertidumbre se ha vuelto norma, y la legitimidad, una meta frágil.
Después del caso George Floyd en Estados Unidos y la crisis de confianza global en las policías, la pregunta ya no es si las instituciones funcionan, sino para quién y cómo lo hacen. En México, el panorama se complejiza aún más: ¿alguna vez hubo una legitimidad policial que recuperar? O, como parece más preciso, ¿hay que construirla desde cero?
La legitimidad no es un recurso heredado, sino una conquista diaria. En Morelia, el proyecto de seguridad impulsado ha propuesto una lectura distinta del fenómeno policial: una que parte del contacto humano, de la proximidad barrial, de la idea de que la autoridad se gana con presencia, diálogo y consistencia. Se ha planteado que la autoridad no se impone, se construye desde abajo, con resultados tangibles y sensibilidad social. En otras palabras, policing by consent, pero tropicalizado a la realidad mexicana.
Este modelo contrasta con visiones autoritarias que priorizan la eficacia inmediata, incluso a costa de los derechos fundamentales. El ejemplo de Bukele ilustra bien esta tensión: éxito en el control del crimen, pero a través de métodos que debilitan el Estado de derecho. ¿Es esa la legitimidad que debemos perseguir?
En Morelia, la apuesta ha sido otra: prevenir antes que reprimir, escuchar antes que imponer, cuidar antes que castigar. Sin embargo, esta estrategia choca contra dos obstáculos: el desdén histórico hacia la policía en general —percibida como corrupta, ineficaz o abusiva— y la falta de herramientas robustas para medir el avance hacia una legitimidad verdadera.
El concepto de “servicio justo”, planteado desde la visión liberal de la policía como garante de derechos, se traduce en prácticas como la evaluación de la experiencia del servicio, la rendición de cuentas pública, y la mejora en la toma de decisiones de calle. Pero, ¿cómo se mide todo eso si trasciende la información de las actuales encuestas del INEGI ? ¿Qué indicadores pueden construirse para saber si una intervención fue percibida como legítima por la ciudadanía? Hoy trabajamos ya con inteligencia artificial y algoritmos de machine learning para analizar la data con que se cuenta. Espero que pronto tengamos más luz al respecto.
Hasta ahora, los intentos de mejorar la percepción pública —vía aumento de sueldos, equipamiento o capacitación— han tenido un impacto favorable. La evidencia sugiere que el cambio en la confianza no se logra solamente con uniformes nuevos y más equipo, sino con interacciones más justas, más humanas y más efectivas.
Por eso, Morelia es hoy un ejemplo vivo de nuevas formas de gobernanza policial. Evaluar la legitimidad no solo por cuántos delitos se combaten, sino por cómo se combaten; no solo por la eficacia táctica, sino por la experiencia subjetiva del ciudadano que interactúa con la autoridad.
La tesis es clara: la debilidad institucional no se debe solo a la corrupción, sino también a la ausencia de conocimiento aplicado. La falta de evidencia ha abierto la puerta a la improvisación en nuestro país. Pero también es cierto que la experiencia práctica —cuando se documenta, se analiza y se transforma en política pública— puede ser el cimiento de un nuevo paradigma.
En Morelia se está sembrando algo distinto: una policía que busca legitimarse en la mirada del otro, en la palabra dada y cumplida, en el servicio cotidiano. Falta mucho, sí. Pero si la legitimidad es un camino, al menos aquí se ha empezado a trazarlo con pasos propios.